Ramillete espiritual:
El 22 de septiembre
Santo Tomás de Villanueva nació en Fuenllana, en La Mancha, el año 1488. Se trasladó pronto a Villanueva de los Infantes, donde sus padres tenían una rica hacienda. Ya desde niño se vio cuál iba a ser la virtud más querida de Tomás: la caridad. Cuando en casa lo encontraba todo cerrado, se desprendía de sus vestidos para dárselos a los pobres, o echaba mano de los pollos del corral. De sus padres lo había aprendido.
Le enviaron a estudiar a los mejores centros de entonces, Alcalá y Salamanca. Estudió con ahínco. Se graduó de bachiller en artes y de licenciado en teología. Pronto fue admirado como extraordinario profesor.
Pero a él le tiraba más el hábito monacal que la muceta de profesor. Entró en la Orden de San Agustín el año 1517. Podemos decir que recogió el hábito agustiniano que ese mismo año abandonaba Lutero.
Ya tenemos en acción al orador sagrado, claro y preciso, más preocupado de infundir la virtud que de entretenerse en cuestiones complicadas. Tenía una palabra que iluminaba e inflamaba a la vez, llena de vida. Hablaba con libertad apostólica, sin preocuparse si podía no gustar. Como cuando arremete contra la crueldad de las corridas de toros.
Carlos V le tenía en suma estima, le hizo su predicador y consejero y consiguió para él el arzobispado de Valencia. Allá se dirigió Tomás, sin más bagaje que la Biblia. Al verle tan pobre, el cabildo le regaló cuatro mil ducados, que él entregó al hospital de la ciudad.
Empezó sin demora el más puro programa de reforma. No como Lutero en Alemania, desencadenando las pasiones y revolviéndose violentamente contra todo lo que no le gustaba, sino viviendo austeramente, predicando la virtud sin descanso, reformando el clero y toda la sociedad.
Llamaba la atención la vida del arzobispo. Muchas horas de oración. Vida de austeridad y caridad. Es decir, muy exigente consigo mismo, muy comprensivo con los demás. Ha sido llamado con razón el arzobispo limosnero.
Triste estaba un sastre de Valencia porque no podía dotar como quisiera a una hija que iba a casarse. Le insistieron que acudiera al arzobispo porque era muy caritativo. Pero él no quería acudir, pues lo creía tacaño.
Tanto le insistieron que al final acudió. - ¿Cuánto necesitas? le preguntó el arzobispo. -Cincuenta ducados, señor. Y le entregó cien. Antes de despedirse, le decía: Un día me criticaste porque no acepté una prenda por unos maravedises. Con estos ahorros puedo prestar ayudas después.
Se le acercaba la hora de la muerte al santo arzobispo. Reunió todo el dinero que aún no había distribuido y lo repartió entre todos los pobres de la ciudad. Luego llamó junto a su lecho a todos los empleados y les fue dando sus pobres enseres. Se quedó sin sillas y sin mesas.
Un empleado faltaba, y todos se olvidaron, menos él. Lo mandó llamar y le dijo con ternura: "Hijo mío, todo ha sido repartido ya. Pero aún me queda una cosa: la cama donde estoy. Te la entrego y todos son testigos. Y ahora que es tuya ¿me la prestas, por favor, para morir?".
Era la coronación de toda una vida dedicada a la caridad. Había buscado solución para niños expósitos y para el sustento de sus nodrizas. Se había preocupado de la creación de un cuerpo de médicos y cirujanos que asistiesen a los miserables que vivían abandonados de todos. Había fundado también un colegio para la adecuada educación de los futuros sacerdotes.
Desprendido de todo, pasó al gozo de su Señor. Era el año 1555.