Ramillete espiritual:
El 21 de diciembre
Mirad, hermanos, a quiénes os llamó Dios, dice San Pablo a los Corintios. Pues no hay entre vosotros muchos sabios, ni muchos poderosos, ni muchos nobles. - Lo mismo podemos decir de los Apóstoles. Jesús no los escogió entre los ricos, los nobles o los sabios. Sus Apóstoles salieron del pueblo humilde, de pescadores ignorantes, de pobres proletarios de Galilea.
Así era Tomás el Gemelo, galileo, pobre y sencillo, uno de los doce que tuvo la suerte de vivir con el Rabí de Nazaret, como vivían los discípulos con los maestros: estando con Él día y noche, escuchándole de cerca, comiendo con Él y durmiendo en la misma habitación. Y si alguna vez un maestro dormía en una estancia distinta, los discípulos solían abrir un boquete en la pared para intentar imitarle incluso cuando dormía.
Pero si los doce eran rudos, parece que Tomás les superaba a todos. Todavía en la última Cena, después de tres años de escuchar al Maestro, confiesa que no entiende nada de cuanto dice Jesús. "Maestro, exclama, ni sabemos a dónde vas, ni sabemos dónde está el camino".
A pesar de todo, Tomás era un hombre de carácter. Aun sin entenderle, seguía a Jesús ciegamente, con entusiasmo. Parece el más entusiasta de los Apóstoles. Cuando Jesús decide ir a Jerusalén, a pesar de los peligros, Tomás resuelve las dudas de los Apóstoles: "Vamos también nosotros a morir con Él".
Sin embargo, este gesto magnífico desaparece ante el "escándalo de la Cruz". La noche de Getsemaní había huido, como los demás, y la tarde del Viernes Santo, acaban por derrumbarse todas sus esperanzas.
Cuando la tarde de la Pascua Jesús se aparece a los Apóstoles encerrados en el Cenáculo, Tomás no se encontraba allí. Le parecía que todo había terminado. Por eso cuando sus compañeros le comunican que han visto al Señor, Tomás el escéptico no quiere dejar engañarse otra vez. Tomás les responde: "Si no veo en sus manos las llagas de los clavos, y no meto mi dedo en el lugar de los clavos y mi mano en su costado, no creeré".
Era un hombre práctico, desilusionado. Quiere garantías. Y no le basta ver, que hay ilusiones ópticas. Quiere tocar, palpar, para convencerse. Pero nada sucede por casualidad. La actitud de Tomás, dice un Santo Padre, su incredulidad, fue más provechosa para nosotros que la fe de la Magdalena.
Ocho días después vuelve Jesús a aparecerse a los Apóstoles. Tomás esta vez estaba con ellos. - "Pon aquí tu dedo y mira mis manos, le dice Jesús. Alarga tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino fiel". - Tomás, rendido, exclama: "¡Señor mío y Dios mío!" Jesús se complace con esta confesión, pero añade: - "Porque me has visto, Tomás, has creído. Dichosos los que sin ver creyeron". Bellas palabras para los futuros creyentes.
Tomás, con la impetuosidad de su carácter, quiso compensar aquella duda con una entrega total al apostolado. Los Santos Padres nos lo muestran predicando de reino en reino, hasta llegar al desierto índico. Allí había una columna con esta inscripción referida al gran guerrero macedónico: "Hasta aquí llegó Alejandro, hijo de Júpiter". Tomás, discípulo de Jesús, llegó más lejos, seguramente hasta Calcuta, el Ganges y Ceilán. Camoens y Marco Polo nos hablan de la muerte de Tomás, de una ciudad dedicada a su nombre y de las gentes que acudían a visitar su sepulcro.
Según una antigua tradición, al morir la Virgen María, el apóstol San Juan habría convocado a los apóstoles. Llegaron todos, menos Tomás, otra vez impuntual. Pero todo se arreglaría y asistiría a su asunción a los cielos.