Ramillete espiritual:
El 26 de mayo
La actual capital del Ecuador era, en 1618, una ciudad del virreinato del Perú. En dicho año, nació en Quito Mariana de Jesús Paredes y Flores.
Los padres de Mariana, que descendían de nobles familias españolas, murieron cuando ella era muy joven y la dejaron al cuidado de su hermana y su cuñado, quienes la quisieron como a una hija. Mariana se distinguió, desde niña, por su piedad; con frecuencia invitaba a sus sobrinas, más jóvenes que ella, a rezar el Rosario o el Viacrucis y acostumbraba fabricarse disciplinas con ramas espinosas. Era tan precoz, que su hermana consiguió permiso de que recibiese la primera comunión a los siete años de edad, cosa excepcional en aquella época.
A los doce años, Mariana resolvió partir a evangelizar el Japón con algunas compañeras; como naturalmente eso resultó imposible, Mariana persuadió a sus compañeras para que se fuesen con ella a vivir, como anacoretas, en una montaña de los alrededores de Quito.
Su hermana y su cuñado, un tanto inquietos por la piedad excesivamente emprendedora de Mariana, decidieron poner a prueba su vocación en un convento; pero una intervención de la Providencia frustró el plan, en las dos ocasiones en que estuvo a punto de realizarse. Así pues, Mariana, bajo la dirección de su confesor, un sacerdote jesuita, empezó a llevar vida de soledad en la casa de su cuñado, de la que nunca volvió a salir más que para ir a la iglesia.
Poco a poco agregó a su programa nuevas penitencias. Tanta severidad debió ser terrible para una joven educada delicadamente.
Santa Mariana dormía, los viernes, en un sarcófago que tenía en su cuarto; los otros días de la semana, colocaba almohadas dentro del ataúd para simular un cadáver a fin de recordar constantemente la muerte.
Llevaba cilicios en los brazos, en las piernas, en la cintura y vestía una camisa de pelo. Los viernes, se ponía sobre la cabeza dos coronas: una de espinas y otra de picos de hierro. Practicaba además muchas otras mortificaciones.
Se cuenta que jamás dormía más de tres horas; el resto del tiempo lo empleaba en prácticas de devoción, según la distribución detallada que se descubrió después de su muerte. Poco a poco redujo su ración de alimentos y llegó a sostenerse solamente con un poco de pan que comía una vez al día. Hacia el fin de su vida, se privó del agua para compartir la sed que Cristo había padecido en la cruz; y para hacer todavía más aguda la tortura, se acercaba a los labios un vaso de agua en los días calurosos del verano y no la probaba.
Dios le concedió muchas gracias y los dones de profecía y milagros. En 1645, la ciudad de Quito se vio asolada por una serie de terremotos, a los que siguió una epidemia en la que murieron muchos de los habitantes.
El cuarto domingo de cuaresma, Santa Mariana, después de oír un elocuente sermón que predicó su confesor en la iglesia de los jesuitas, se sintió movida a ofrecerse públicamente como víctima por los pecados del pueblo. Los temblores cesaron inmediatamente. En cuanto la epidemia empezó a desaparecer, la santa contrajo una serie de enfermedades que la llevaron rápidamente al sepulcro. Toda la ciudad lloró a la que consideraba como su salvadora.
Pío lX la colocó en el número de los beatos, con el expresivo título de Azucena de Quito.
Pío Xll, el día 9 de junio de 1950, la declaró santa de la Iglesia universal, poniéndola a los fieles, especialmente a la juventud, como modelo de inocencia y penitencia.
Butler, Vidas de los Santos