Ramillete espiritual:
El 5 de enero
Lo esencial de la santidad es el seguimiento de Cristo, la imitación de Cristo. Pero el estilo y la manera de entenderlo depende mucho de épocas, de lugares y sobretodo de vocaciones. San Simeón Estilita es más digno de admiración que de imitación, sólo explicable por circunstancias de su ambiente. Gastó todo su ingenio en discurrir cada día una nueva modalidad ascética, siempre progresiva, para ofrecerse a Cristo en oblación constante. Santo extraño. Y aun así, también él nos transmite su mensaje. Muy pocos cumplieron tan perfectamente en su carne «lo que falta a la pasión de Cristo», en frase de San Pablo. Cada uno de los santos nos refleja un rayo del infinito arco iris de la santidad de Dios.
San Simeón es el fundador del movimiento de los estilitas, hombres que vivían en lo alto de una columna, en oración ininterrumpida. Teodoreto, Padre de la Iglesia y discípulo del Santo, nos ha contado su portentosa vida. Fue un milagro de penitencia, de oración, de martirio voluntario.
Era un pastorcito de Sisán, entre Siria y Cilicia. Una vez entró en una Iglesia en el momento en que leían las Bienaventuranzas. Aquellas palabras le impresionaron vivamente. Un anciano monje se las interpretó.
Tenía trece años cuando un día, en la iglesia, escuchó estas palabras: ¡Bienaventurados los que lloran! Bienaventurados los que tienen un corazón puro! Iluminado por la gracia, encendido por el deseo de perfección, reza, se duerme y sueña: «Me parecía que estaba cavando los cimientos de un edificio; cuando pensé que la fosa era suficientemente profunda, me detuve: "¡Cava otra vez!" Cuatro veces volví al trabajo y me detuve, y cuatro veces oí lo mismo: "¡Cava otra vez!" Finalmente la voz me dijo: "¡Ya basta! Ahora puedes construir un edificio tan alto como quieras".rlaquo; Este sueño significaba ciertamente la humildad, la base de todas las virtudes y segura medida de perfección; pero también aludía al tipo de vida que el piadoso joven debía llevar.
Luego, instigado por una luz interior, se retiró a un monasterio, donde asombró por su austeridad a los mismos héroes del desierto. Se pasaba semanas sin probar bocado, dormía sobre piedras, y se había incrustado en la cintura un cilicio de mirto salvaje.
Más tarde se marchó por parajes solitarios, buscando nuevas austeridades. Pasó un año en una cisterna seca. Luego se empareda en una cueva. La fama de sus heroicidades trasciende lejos. Acuden multitudes a contemplar aquel milagro de penitencia. Deseando esconderse a los ojos del mundo, huyó de nuevo a la cima de un monte, para dedicarse sin estorbos a la oración. Pero pronto lo descubrieron y de todas partes acudían para ver y hablar al hombre de Dios, prodigio de penitencia y oración.
Entonces ideó un nuevo tipo de vida ascética: vivir sobre una columna -stylos, estilita, en griego- suspendido entre el cielo y la tierra, expuesto a los soles, los fríos y los vientos, como una estatua viviente, sólo para Dios. Se levantó primero una columna de piedras, de tres metros, más tarde de seis metros, y por fin de dieciocho, para que desde allí nadie le interrumpiera en su oración. Así ya no le podrían hablar.
Las gentes seguían acudiendo, incluso desde España y de Francia, para contemplar aquel hombre admirable, que permanecía imperturbable ante las inclemencias del tiempo, siempre en lo alto de la columna. Allí estaba el hombre de Dios, rezando al Señor día y noche, casi siempre puesto en pie. Unas veces con los brazos en cruz, otras veces los dejaba caer sobre los costados, como un gran cirio sobre el zócalo de la columna. Era «la luz puesta sobre el monte», elevándose hacia el cielo como una cruz. Así vivió treinta años sobre la columna, como antorcha que orientaba los ojos de todos hacia Dios.
Así se iba consumiendo Simeón, como lámpara votiva en la presencia del Señor. Allí se estaba, en pura alabanza divina. Y al ver llegar a las multitudes, ofrecía por todos su oración. Aquel mudo predicador les llegaba como nadie al corazón, lloraban sus pecados y se convertían. Simeón, despegado totalmente de la tierra, se consumió como un cirio ante su Dios.