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Ramillete espiritual:

El 23 de enero

San Raimundo de Peñafort
San Raimundo de Peñafort

San Raimundo de Peñafort
Presbítero Dominico
(1175-1275)

Vivió entre sabios y santos. Tuvo la dicha de estar rodeado de hombres tan santos y sabios como San Alberto Magno, que fue su profesor, y San Pedro Nolasco el que dirigió su conciencia... En su tiempo vivían hombres que marcarán época como San Francisco de Asís, Domingo de Guzmán, Tomás de Aquino, Antonio de Padua...

Nació por el 1180, muy cerquita de Villafranca del Panadés -Cataluña-, y hechos los estudios en su pueblo, marchó a Barcelona para graduarse en leyes. A la vez que aprendía, enseñaba la moral y las virtudes a los demás y así, casi sin darse cuenta, formó escuela que después sería famosa en toda la ciudad Condal.

Marchó a Bolonia para ampliar estudios y se dedicó de lleno al estudio de las leyes en las que será un gran maestro. Ya había echado raíces en esta hermosa ciudad italiana cuando apareció su Obispo de Barcelona, D. Berenguer de Palou, para decirle: «Os necesito en Barcelona. Por favor, venid a ayudarme en la dirección de la diócesis y en la corrección de sus defectos. Quiero y necesito vuestra ayuda». Viendo que era la voluntad del Señor volvió a su tierra y pronto su fama se extendió como en Bolonia. Todos acudían a él con sus dificultades y a todas partes llegaba su acción iluminadora y caritativa. Pero él se veía un tanto vacío y buscaba más tiempo para entregarse a la oración y a su trato íntimo con el Señor. Por ello cierto día apareció ante el Padre Prior de los Dominicanos y le dijo: «Padre, he visto en Bolonia el maravilloso ejemplo que me ha dado vuestro fundador el Padre Domingo. Quiero seguir su vida. Admitidme y vestidme el hábito de vuestra Orden»... Era el Viernes Santo de 1222 cuando vestía el hábito dominicano.

Un día le llegó un joven con acento provenzal y le abrió su alma. Le vino a decir: «Padre mío, ya hace días que vengo siguiendo sus clases y tratando de imitar su vida pero necesito algo más. Vendí cuanto tenía y abandoné mi patria para entregarme a Dios, y desde Francia llegué hasta aquí buscando a los pobres y necesitados... pero aún quiero algo más. Quiero descubrir la voluntad del Señor respecto a mí. Necesito que Ud. me ayude a descubrirla...» Era el joven Pedro Nolasco quien venía de tan lejos. De aquel maravilloso encuentro saldría una gran amistad y una obra común: La fundación de la Orden de la Merced...

A sus 47 años dice un día al Padre Provincial que se llamaba Sugerio: «Padre, écheme, por favor una buena penitencia por mis muchos pecados, sobre todo por los que cometí en Bolonia por mi soberbia». Y el Padre Provincial le impuso el escribir una SUMA sobre Teología moral que aún hoy es una maravilla de precisión y seguridad y que tantos juristas durante siglos se aprovecharon de ella.

El Señor queriendo favorecer en aquellos momentos el gran apostolado de la redención de cautivos que tanto abundaban, inspiró a tres grandes hombres el mismo ideal: Fundar la Orden de la Merced. Para ello Se manifestó al rey Jaime I, a Pedro Nolasco y a nuestro Raimundo de Peñafort. A cada uno le manifestó lo que de ellos esperaba. Cada uno tuvo una gran misión en el nacimiento y desarrollo de esta Orden...

En una necesidad urgente, hizo cincuenta y tres leguas en el Océano, teniendo sólo su abrigo como embarcación. Pidiendo la ayuda de Dios, extendió su abrigo sobre las olas, tomó su abejorro en la mano, hizo la señal de la cruz, puso su pie firmemente sobre su frágil balsa y pidió a su compañero que viniera y se uniera a él, después de haber hecho otra señal de la cruz; pero el compañero sintió que su fe vacilaba y prefirió la seguridad del puerto a los peligros de un barco así. El Santo levantó la mitad del abrigo como una vela y lo ató al nudo de su bastón, como el mástil de un barco. Un viento favorable pronto se levantó y lo empujó al mar abierto, mientras que los marineros de la orilla se miraban entre sí con asombro.

Seis horas más tarde, Raymond desembarcó en el puerto de Barcelona, se puso el abrigo tan seco como si lo hubiera sacado del armario y, retomando su abejorro, se dirigió directamente al convento. Las puertas estaban cerradas; sin embargo, entró, de repente apareció entre sus hermanos y se arrojó a los pies del Padre Prior para pedirle su bendición. Este increíble milagro pronto se extendió por toda la ciudad, ya que varias personas habían sido testigos de su desembarco.

Raimundo, a pesar de huir de puestos honoríficos, fue encargado por los reyes y Papas de grandes misiones y embajadas y en todas salió airoso y con gran fruto. Fue elegido Superior General de su Orden en la que tanto y tan bien trabajó... Recorrío varias naciones y países para predicar, con ardiente caridad, la fe en Jesucristo a judíos y moros... Fue el consejero de miles de personas y gran director de conciencias... Ya centenario murió el 6 de enero de 1275 y se le hicieron funerales como de persona regia.

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