Ramillete espiritual:
El 26 de enero
Al leer la vida, y especialmente el martirio de este valiente discípulo de Jesucristo, se queda uno profundamente impresionado por apreciar hasta qué punto calaron en sus oídos las enseñanzas de su Maestro el Evangelista San Juan. Éste tuvo la dicha de recostar su cabeza sobre el pecho del Maestro en la última Cena y allí aprendió la magnífica lección de que «Dios es Amor» y ya nunca se le olvidará. Lo repitió tantas veces y supo escanciar tan sabiamente las enseñanzas de su Evangelio en el corazón y en la mente de su discípulo Policarpo que calaron hondamente hasta la muerte de su generoso martirio.
Quizá fue el mismo San Juan quien nombró Obispo de Esmirna, esta bella ciudad asiática, asentada a la ladera del monte Pagus y bañada por el mar Egeo, a Policarpo. Desde su Sede dirigía, con gran amor y sabiduría, a su grey por los caminos del verdadero Evangelio y les alentaba para que no se dejaran nunca inficcionar por la herejía y para que fueran valientes para defender a Jesucristo contra los paganos si llegaba la hora de probar su fe. Si quisiéramos resumir la vida de este hombre, de este gran obispo, habría que hacerlo en una sola palabra: Amor. Amó y supo enseñar el amor único y verdadero. Todo lo demás debía, decía él, ser colocado al servicio de este Amor... Dentro de este pentagrama deben colocarse todas las notas -léase toda la vida- del verdadero cristiano. De cuando en cuando decía a sus ovejas: «Todo el que no confesare que Jesucristo ha venido en carne, es un anticristo, y el que no confesare el testimonio de la cruz, procede del diablo, y el que torciere las sentencias del Señor en interés de sus propias concupiscencias, ése tal es primogénito de Satanás»...
Todos sabían de la gran bondad y tierno corazón de Policarpo. Él es duro consigo mismo, pero muy suave y dulce para con los demás, menos con los que intentan sembrar el error entre sus ovejuelas. De sus labios brotan palabras de amor y cariño y no sólo palabras sino hechos maravillosos a favor de los pobres y enfermos. A todos atiende con caridad sin igual y como si del mismo Maestro se tratara. A veces hasta los niños quedaban extasiados escuchando sus ardorosas palabras. Uno de estos niños, que no pierde ni palabra de cuanto oye a este ya anciano venerable, se llama Ireneo que llegará a ser obispo de Lyón y gran Padre de la Iglesia. En su cuadernillo de notas, este discípulo aprovechado escribió y nos transmitió hasta nosotros estas hermosas frases de su maestro y padre en la fe: «Cristo es el que levantó sobre la cruz nuestros pecados». «Cristo es nuestra esperanza y prenda de nuestra salvación». «Cristo es el que soportó todo por nosotros»... Eran palabras hermosas que poco después las confirmará tratando de dar testimonio de ellas con su sangre.
Su diálogo con el procónsul Estacio Caudrado es maravilloso. Cuando ya lo llevan a sacrificar al ver todas las graderías repletas de curiosos le ordena el procónsul que aplauda al César y maldiga a Jesucristo. «¿Cómo, contesta el valiente anciano Policarpo, quiere que maldiga a Jesucristo? Ochenta y seis años hace que Le sirvo y ningún daño he recibido de Él. ¿Cómo puedo maldecir a mi Rey que es quien me ha dado la vida y me ha liberado de todos mis enemigos? Si te empeñas en hacerme jurar por el César y finges ignorar quién soy, óyelo con toda claridad: Yo soy cristiano».
Aquellos hombres, embravecidos y hambrientos de sangre de cristianos, piden fieras contra aquel venerable anciano. El procónsul prefiere fuego, una gran hoguera... Quieren atarle para arrojarle a las llamas. El pide que no lo aten diciendo: «Aquél que me ha dado la voluntad de sufrir, me dará la fuerza». Antes de expirar, con gran asombro de todos los presentes exclama con valentía: «Dios de los ángeles, os doy gracias porque es un gran honor para mí poder acercar mis labios al cáliz que bebió Jesucristo, Tu Hijo». Y aquel 22 de febrero del 155 expiraba santamente este «Padre de los cristianos y Príncipe del Asia».