Ramillete espiritual:
El 25 de agosto
"Luis, prefiero verte muerto antes que en desgracia de Dios por un pecado mortal". Era su santa Madre, Doña Blanca de Castilla, quien así hablaba a su hijo. Ella era hija del rey de Castilla y Regente de Francia. Su hijo sería un gran rey, celoso impulsor de la reforma de la Iglesia, ardiente capitán de Cruzadas y, lo que más vale, un santo.
Muchas virtudes aprendió de su santa madre, pero quizá la más importante fue el amor a la Iglesia y a los pobres. Nació en Poissy el 25 de abril de 1214 y poco después allí mismo recibió el gran don del santo bautismo. Llegará a apreciar de tal modo lo que estar bautizado significa que en muchos documentos no se firmará como "Luis IX de Francia", sino "Luis de Poissy".
Doña Blanca, al quedar viuda, se hace cargo del gobierno de la nación. Lo hace con gran maestría. De ella va aprendiendo el futuro rey cómo se deben llevar las cuestiones de Estado y cómo hay que tratar a los súbditos, especialmente a los pobres. Siempre los amará con toda su alma y no faltará quien le acuse de ser demasiado generoso con ellos en detrimiento de los bienes del Estado. Cuando él sea rey de Francia, querrá tener siempre a su lado a su madre y le pedirá consejo en cuantos asuntos trate de cierta gravedad. Su misma madre, en cuyo corazón ardía el deseo de la conquista de los Sagrados Lugares, animará a su hijo a que tome parte en una de aquellas Cruzadas y cuando se entere, estando en Oriente, de la muerte de su santa madre, llorará como un niño esta pérdida y dirá al Señor, como nos cuentan los Cronistas de su tiempo: "Te doy gracias, Padre Santo, por la madre que me diste. Ella me educó y formó. Págale, Señor, cuanto por mí hizo... Ahora te la has llevado a la Gloria. Bendito seas por los siglos de los siglos...".
En 1235 contrae matrimonio con la bella y cristiana Margarita, hija de D. Ramón de Berenguer, conde de Provenza. Fueron modelo para todos los príncipes, de unión y amor. La Reina se dedicaba más bien a la educación de los hijos y al gobierno de la casa. No influía en la marcha de la nación, como lo hiciera Doña Blanca. A pesar de ello cuando el sultán de Egipto propone unas condiciones a Luis IX, dicen que contestó el monarca galo: "Consultaremos a la Reina para conocer su parecer. Ella es mi dama y no puedo hacer nada sin su consentimiento".
Luis era un hombre de gran fe y gran piedad. Asistía a Misa todos los días y pasaba largas horas en oración. Alguien criticó que el rey pasara tanto tiempo entregado a obras de piedad. Llegó hasta los oídos del rey y éste se limitó a decir: "Seguro que nadie diría nada si emplease el doble de tiempo en jugar a los dados o en correr por los bosques tras los ciervos y las perdices".
En cierta ocasión alguien le animó a que fuera a visitar la Sangre de Cristo que estaba fresca, como premio a la fe de un sacerdote. Y contestó el piadoso rey: "Id vosotros, si os place, pues será que no creéis o creéis mal. Yo lo creo como lo enseña la Santa Madre Iglesia, y por eso, la Misa me basta".
Se preocupó de levantar iglesias, ayudar a los pobres, defender la justicia en todas partes. Era como el padre bueno al que podían ir sin miedos aunque fuera rey. Luchó contra la blasfemia, y a su hijo y heredero, Felipe, le dijo: "No sufras que se diga delante de ti alguna blasfemia contra Dios ni contra los Santos".
Por fin, lleno de buenas obras, mientras lucha en su segunda Cruzada, cerca de Túnez, el 25 de agosto de 1270, muere abatido por la peste, en un lecho de ceniza y pidiendo perdón de sus pecados.