Ramillete espiritual:
El 9 de agosto
Estas frases que brotarán de sus labios, cuando ya sea mayor, pueden servir de esbozo para su retrato: "Me decía con frecuencia mi buena madre: Mira, pequeño Juan, si te viera ofender al buen Dios, me harías tú más daño que cualquiera de mis hijos".
- "Cuando estaba en el campo, con mi pala y mi azadón, rezaba".
- "Cuando yo era joven me decía: «Si fuera sacerdote me gustaría ganar muchas almas para el buen Dios»".
- "Concédemela conversión de mi parroquia; a cambio admito con gusto sufrir cuanto queráis por toda mi vida".
- "¿Qué hace el Señor tantas horas en el tabernáculo? - Nos espera".
- "Dios mío ¡Cómo me pesa el tiempo con los pecadores! ¿Cuándo estaré con los santos?"...
Estos dichos son del santo que nada tuvo de prodigio ni en su niñez ni en su juventud. Nació el mes de la Virgen, mayo, día 8 de 1786, de padres honrados, cristianos y pobres. Fue bautizado el mismo día de nacer. A los nueve años todavía no sabía nada a no ser un poco de catecismo. A los once recibió los sacramentos de Penitencia y Eucaristía. Eran malos los tiempos por los que atravesaba Francia.
Por la mente de Juan María corrió siempre el deseo de llegar algún día a ser sacerdote... Pero no sabía nada y no había ningún maestro que estuviera dispuesto a enseñarle las primeras letras. Le costaba mucho aprender. Por fin ingresó en el Seminario. Tenía 25 años cuando, en 1811, recibía la tonsura clerical. Al año siguiente empieza los estudios filosóficos. No le entran con facilidad. Por fin en junio de 1815 recibe el diaconado. Es un gran gozo para él.
Pero los superiores dudan si debe ordenarse sacerdote o rogarle que abandone el seminario, porque el sacerdote, piensan, debe ser un hombre de letras y a Juan María no le entran. Ante aquella duda acuden al Sr. Obispo y éste pregunta: "¿Ama a María?" - Sí, sí, más que nadie". - "¿Sabe rezar el santo Rosario?". - "Sí, con más unción y mejor que ningún otro", le responde el Sr. Rector. - "Pues, bajo mi responsabilidad lo ordenaré sacerdote, que lo hará mejor que ningún otro". Y no se equivocó.
Era el 13 de agosto de 1815 cuando recibió este don del sacerdocio. Saltó de alegría. Ya era lo que tanto ansiaba. Ya estaba dispuesto a morir por el rebaño que le fuera encomendado.
Ars era un pueblecillo pequeño y pobre y allí fue destinado este hombre lleno de ilusiones y con ganas de entrega. Tenía 230 almas. Le dijo el Sr. Obispo con pocas ganas de ilusionarlo: "Vaya usted a esa parroquia. No hay mucho amor a Dios allí, pero Vd. lo pondrá". Y de veras que lo puso. Aquella montaña de hielo... con los años se convertirá en horno ardiente de fuego. Lo que allí encontró fue desolador: Casi nadie cumplía con el precepto dominical. La blasfemia abundaba. Los odios y enconos estaban a la orden del día. Pronto cambiará todo gracias a la santidad de este cura que pasa dieciséis horas diarias en el confesonario, que apenas ni come ni duerme y que está chiflado por Jesús Eucaristía y por la Virgen María.
Toda su vida se resume en su grito: "Por salvar a los pecadores me quedaría en la tierra para toda la vida". Ya en vida le llamaban "el Santo Cura de Ars". Él bromeaba, pero sabía que "Ars ya no era Ars". Allí se amaba a Dios y los hombres entre sí. Podía partir tranquilo. Le llegó la hora el 4 de agosto, jueves, de 1859.