Ramillete espiritual:
El 5 de marzo
El día de la Asunción de 1654, nació en la Isla de Isquia, frente a Nápoles, un niño que fue bautizado el mismo día con los nombres de Carlos Cayetano. Sus padres, José Calosirto y Laura Garguilo, formaban un matrimonio acomodado y ejemplar e hicieron cuanto estuvo en su mano por educar cristianamente a sus numerosos hijos. Su casa estaba abierta a los pobres, sobre todo a los pobres vergonzantes y Doña Laura preparaba alimentos y medicinas y los llevaba personalmente a los enfermos. Cinco de los siete hijos entraron en religión; entre todos ellos se distinguió Carlos, por su precoz piedad y su carácter apacible.
Sus padres reconocieron pronto la santidad de aquel hijo y le dejaron en libertad de seguir los caminos por donde le llevaba la gracia, aun cuando les parecieran un tanto extraordinarios. Para poder dedicarse más libremente a la oración, Carlos dormía en el rincón más remoto de su casa. Como no tenía dinero para comprar instrumentos de penitencia, se fabricó una disciplina con algunos clavos e hizo grandes ayunos desde muy niño. Nada tiene de extraño que, después de una infancia semejante, Carlos se haya sentido llamado a la vida religiosa.
Con el objeto de obtener la luz del cielo para su elección, hizo una fervorosa novena. Justamente cuando Carlos acababa de terminarla, llegaron a la hospitalaria casa de Doña Laura dos frailes franciscanos de la reforma de San Pedro de Alcántara. El muchacho, muy impresionado por la pobreza y santa conversación de aquellos hijos de San Francisco, partió con ellos al convento de Santa Lucía del Monte, en Nápoles, para consultar a los superiores sobre su vocación. Ahí entró en contacto con el P. Carlos de las Heridas de Jesús y ese experimentado director descubrió en el joven las semillas de una gran vocación.
Durante nueve meses puso a prueba su abnegación y le enseñó el método de oración mental de San Pedro de Alcántara. Al cabo de ese período, Carlos, que no tenía más que dieciséis años, tomó el hábito de San Francisco. Junto con el hábito, recibió el nombre de Juan José de la Cruz. El joven novicio correspondió plenamente a las esperanzas de sus superiores. Su fervor, humildad y obediencia eran viva imagen de los de San Pedro de Alcántara.
Le confiaron el nuevo monasterio de Piedimonte di Alife, aunque todavía no había cumplido los veintiún años ni había recibido la ordenación sacerdotal. San Juan José había querido permanecer diácono para imitar, hasta en eso, a su seráfico padre San Francisco; pero sus superiores no se lo permitieron y el santo celebró su primera misa el día de San Miguel de 1677. Un mes después, a pesar de su juventud, recibió la licencia de oír confesiones.
El santo tuvo que arrancarse de su retiro para desempeñar el difícil y delicado cargo de maestro de novicios. Inculcaba a sus novicios la estricta observancia de la regla, no les imponía las austeridades que él practicaba. Al contrario, decidió establecer un tiempo de recreo obligatorio. Más tarde fue llamado a ejercer el superiorato en el convento de Piedimonte. Después, tras un corto período de trabajo directo con las almas, fue nombrado nuevamente superior. Atravesó por entonces por una temporada de gran aridez y desolación, a la que puso fin la aparición de un hermano lego difunto quien le aseguró que Dios estaba con él. A raíz de aquella visión, empezaron a manifestarse los poderes milagrosos del santo, quien obró numerosas curaciones y multiplicó varias veces la comida en su convento.
Tuvo que tomar parte muy activa en la crisis que estuvo a punto de acabar con los franciscanos de la reforma de San Pedro de Alcántara en Italia. Desorganizados y amenazados con una eventual supresión, los frailes italianos volvieron sus miradas al P. Juan José. La prudencia, la personalidad y la reputación del santo consiguieron la perfecta unión, redujeron la oposición, acallaron la maledicencia y finalmente, obtuvieron la licencia de Roma para la organización de la nueva provincia. En un momento dado, los frailes tuvieron que contentarse con tener un techo, por no decir nada de las privaciones que hubieron de sufrir; pero el P . Juan José lo soportó todo alegremente, pues consideraba que las dificultades les asemejaban a su santo fundador. En cuanto vio bien encaminada su provincia, el santo, que ejercía el cargo de provincial, decidió abandonar el superiorato y retirarse a la oscuridad.
Pero la oscuridad no existía para él, pues su santidad, sus milagros y las conversiones que había logrado lo hicieron muy famoso. Para entonces era ya muy anciano y sufría de una parálisis parcial; pero, en cuanto aparecía en la calle, apoyado en su bastón, le seguía una multitud que quería su bendición y su consejo y las gentes llegaban hasta arrancarle hilos del hábito para conservarlos como reliquias. En 1722, las dos casas de Nápoles fueron devueltas a la provincia italiana. San Juan José se retiró a la de Santa Lucía para cumplir la promesa que había hecho de que sus restos reposarían ahí.
Además del don de milagros y de profecía, San Juan José tuvo numerosos éxtasis, levitaciones y visiones celestiales.
Se cuenta que durante casi toda su vida pudo leer los pensamientos de quienes iban a consultarle, como si los llevasen escritos sobre la frente. Cuando se aproximaba la fecha de su muerte, San Juan José recibió un aviso del cielo y así lo dijo a sus hermanos. Sin embargo, no interrumpió su trabajo habitual. A las dos de la mañana del 1o . de marzo de 1734, sufrió un violento ataque de apoplejía, del que ya no volvió en sí. Murió cinco días después, a los ochenta años de edad. Fue enterrado en Santa Lucía del Monte, con el hábito que había llevado siempre. Su tumba se convirtió inmediatamente en un lugar de peregrinación. Su canonización tuvo lugar en 1839.
Butler, Vidas de los Santos (resumen ODM)