Ramillete espiritual:
El 8 de febrero
Los padres de Juan se llamaron Eufemio o Eugenio, barón de Mata, y Marta o María Fenouillet, de distinguida familia marsellesa. Parece que nació por el 1160. Su ducado, Falcón, era admirado por todos por la honradez y religiosidad de sus moradores. Su padre espera el mañana para ver en su hijo Juan un valiente soldado y señor de sus posesiones. Su madre, en cambio, sólo desea de su hijo que sea un buen cristiano y honrado a carta cabal. Por ello la huella que cada uno de ellos quiere dejar en su alma es bastante distinta. La madre, en definitiva influirá más, como veremos.
Por la mañana no era necesario que su madre lo despertase para que le acompañara al templo y los días festivos a la Santa Misa. Él mismo se adelantaba y estaba siempre preparado para ello. Cuando la ceremonia de la iglesia concluía, nunca tenía prisa de abandonar el templo, como suele suceder a los niños y jóvenes de su edad. Era necesario que la mamá le llamara para ir a casa, y él: "Sí, mamá, ya voy; es que se está tan bien con Jesús!", solía replicar.
Desde niño descolló en su corazón y en su vida una virtud que será la madre de todas las otras virtudes a lo largo de toda su actuación: la caridad, el compadecerse de los pobres y necesitados. Todos los pobres y necesitados ya sabían que en el joven Juan encontrarían una ayuda y un consuelo en toda clase de calamidades que pudieran acaecerles. Un día llega un pobre criado pidiendo auxilio y su intercesión: - "Ayúdeme, señor Juan, me ha azotado mi amo. No puedo volver a él porque me trata muy mal". Allí estaba Juan intercediendo ante su padre para que lo aceptase como criado aunque tuviera ya demasiados. Él le trataría con gran cariño: - "Padre mío, solía decir a su buen padre, te ruego por este joven... por este hombre, por ...".
Cierto día vio a unos soldados que llevaban, maltratando a golpes y palabrotas, a unos pobres presos. Se acercó valiente Juan y les habló a los soldados: - "Por favor, buenos soldados, tratadlos con caridad y amor". Ellos se enfurecen y le dicen: "Oye, mozalbete, ¿qué te va a ti lo que nosotros hacemos con ellos?"
Mientras, él acudía cada día y muchas veces al día al Señor y a la Virgen María, hacia la que sentía una especial devoción, para que le descubriesen el camino que debía seguir: "Señor, decía, ayúdame a descubrir cuál es tu voluntad".
Aquellos días por Falcón casi no se habla de otra cosa: Los pobres cristianos que mientras estaban en las Cruzadas han quedado hechos prisioneros de los paganos y allí llevan una terrible vida de esclavos. Esta idea le obsesiona: La libertad de cautivos. El entregarse a cambio por aquellos que sufren y padecen.
Mientras celebraba su Primera Misa en 1193 tuvo una visión celestial: el mandato de fundar la Orden Religiosa de la Santísima Trinidad, para la redención de cautivos. Félix de Valois sentía la misma inquietud.
Félix era de sangre real. También se distinguía por su amor a los pobres. Vive algún tiempo con los monjes de Claraval. Se alista en la Cruzada predicada por San Bernardo. Luego, desengañado, se retira a la soledad.
En la soledad se encontraron Félix y Juan, enardecidos con el mismo ideal. Van a Roma. Inocencio III, que había tenido la misma visión, aprueba y alienta sus proyectos. Escriben la Regla. Diseñan el hábito blanco con una cruz roja y azul. Y ponen manos a la obra sin dilación.
La idea es atractiva. Muchos se alistan en la nueva Orden de Trinitarios. Recogen dinero para redimir cautivos. Y cuando es necesario, se ofrecen ellos mismos para quedarse en vez de los cautivos que pudieran flaquear en su fe. Un trinitario se quedó en Argel para liberar a Miguel de Cervantes. Félix entregó su alma a Dios el 1212. Y Juan el 1213. Otra vez juntos los dos.