Ramillete espiritual:
El 20 de octubre
San Juan de Kanti, llamado también Juan de Cancio, nació en la ciudad de polaca de Kanti.
Sus padres eran campesinos de la buena posición. Al comprender que su hijo era muy inteligente y bueno, le enviaron a estudiar en la Universidad de Cracovia. Juan hizo una brillante carrera y, después de su ordenación sacerdotal, fue nombrado profesor de la Universidad. Como llevaba una vida muy austera, sus amigos le aconsejaron que mirase por su salud a lo que él respondió, simplemente que la austeridad no había impedido a los padres del desierto vivir largo tiempo.
Se cuenta que un día, mientras comía, vio pasar frente a la puerta de una casa un mendigo famélico. Juan se levantó al punto y regaló su comida al mendigo; cuando volvió a entrar en su casa, encontró el plato lleno. Según se dice, desde entonce se conmemoró ese suceso en la Universidad, dando todos los días de comer a un pobre; al empezar la comida; el subprefecto de la Universidad decía en voz alta: «Un pobre va a entrar», y el prefecto respondía en latín: «Jesucristo va a entrar».
El éxito de San Juan como profesor y predicador suscitó la envidia de sus rivales, quienes acabaron por lograr que fuese enviado como párroco a Olkusz. El santo se entregó al trabajo con gran energía; sin embargo, no consiguió ganarse el cariño de sus feligreses, y la responsabilidad de su cargo le abrumaba. A pesar de todo, no cejó en la empresa y, cuando fue llamado a Cracovia, al cabo de varios años sus fieles le querían ya tanto, que le acompañaron buena parte del camino. El santo se despidió de ellos con estas palabras: «La tristeza no agrada a Dios. Si algún bien os he hecho en estos años, cantad un himno de alegría.»
San Juan pasó a ocupar en la Universidad de Cracovia la cátedra de Sagrada Escritura, que conservó hasta el fin de su vida. Su reputación llegó a ser tan grande, que durante muchos años se usaba su túnica para investir a los nuevos doctores. Por otra parte San Juan no limitó su celo a los círculos académicos, sino que visitaba con frecuencia tanto a los pobres como a los ricos.
En una ocasión, los criados de un noble, viendo la túnica desgarrada de San Juan, no quisieron abrirle la puerta, por lo que el santo volvió a su casa a cambiar de túnica. Durante la comida, uno de los invitados le vació encima un plato y San Juan comentó sonriendo: «No importa: mis vestidos merecían también un poco de comida, puesto que a ellos debo el placer de estar aquí.
Los bienes y el dinero del santo estaban a la disposición de los pobres de la ciudad, quienes de vez en cuando le dejaban casi en la miseria. Cuatro veces visitó los sepulcros de los apóstoles san Pedro y san Pablo: y en una de estas romerías habiéndole asaltado unos ladrones y robado el dinero que llevaba, le preguntaron si tenía más; y el siervo de Dios respondió que no, pero acordándose luego que aun traía algunas monedas escondidas en el vestido, los volvió a llamar y les dijo: «Me había olvidado de estas monedas que aun me quedaban: tomadlas también si queréis.» Los ladrones maravillados de tal ofrecimiento, y movidos de la santidad que en él resplandecía, le restituyeron todo lo que habían robado, pidiéndole perdón de su culpa.
San Juan no se cansaba de repetir a sus discípulos: «Combatid el error; pero emplead como armas la paciencia, la bondad y el amor. La violencia os haría mal y dañaría a la mejor de las causas.»
Cuando corrió por la ciudad la noticia de que San Juan, a quien se atribuía varios milagros, estaba agonizante, la pena de todos fue enorme. El santo dijo a quienes le rodeaban: «No os preocupéis por la prisión que se derrumba; pensad en el alma que va a salir de ella dentro de unos momentos.»
Murió la víspera de Navidad de 1473, a los ochenta y tres años de edad. En 1767, tuvo lugar su canonización y su fiesta se extendió a toda la Iglesia de occidente.
Butler, Vidas de los Santos y Flos Sanctorum de la Familia Cristiana