Ramillete espiritual:
El 23 de marzo
José Oriol nació en Barcelona y pasó casi toda su vida en esa ciudad. Como su padre murió cuando él aún estaba en la cuna, su madre contrajo segundas nupcias con un zapatero, que amó a su pequeño hijastro como si hubiera sido su propio hijo.
Pronto llegó José a ser un niño del coro en la iglesia de Santa María del Mar y los clérigos, advirtiendo que pasaba horas en oración ante el Santísimo Sacramento, le enseñaron a leer y a escribir, adivinando en él una vocación de sacerdote. Posteriormente, lo habilitaron para que siguiera los cursos universitarios.
A la muerte de su segundo marido, la madre de José se vio sumida en gran penuria y el niño fue a vivir con su nodriza, que le tenía tierno afecto. La vida del joven como estudiante fue sumamente ejemplar. Después de haber recibido el doctorado y haber sido elevado a la dignidad sacerdotal, José aceptó la ocupación de tutor de una familia acomodada para poder sostener a su madre. Aquí también se conquistó todos los corazones y fue considerado como santo, pero él no se hacía ilusiones acerca de si mismo, porque Dios le había dado a conocer cuan lejos estaba de la perfección.
A consecuencia de esa revelación, hizo voto de perpetua abstinencia y vivió por el resto de sus días a pan y agua. Aumentó también sus penitencias corporales y usaba unas ropas tan andrajosas, que a menudo era insultado en las calles de Barcelona.
Sin tener ya la obligación de sostener a su madre, que murió en 1686, José emprendió el camino a Roma para venerar las tumbas de los Apóstoles e hizo el viaje a pie. En la Ciudad Eterna, el Papa Inocencio XI le concedió un beneficio eclesiástico en su nativa Barcelona, y, como sacerdote al cuidado de las almas, continuó viviendo en la más completa abnegación propia.
La pequeña habitación que rentó en la azotea de una casa, no contenía sino un crucifijo, una mesa, un banco y unos pocos libros; era todo lo que él necesitaba. Los ingresos de su curato fueron destinados al alivio de los pobres, ya en limosnas para los vivos, ya en misas para los muertos. No era necesaria una cama para el que nunca durmió por más de dos o tres horas cada noche.
San José tenía el don de la dirección espiritual y todo el tiempo libre de que disponía lo pasaba en el confesionario. En cierta ocasión, fue acusado de exceso de severidad y de señalar penitencias que eran nocivas a la salud. Sus censores lograron hacer llegar las críticas a oídos del obispo, quien lo suspendió, pero la prohibición no duró mucho. El prelado murió poco después y su sucesor restituyó a José todas sus facultades. El celo universal que desarrolló durante todo su ministerio, incluía los extremos más opuestos. Era afecto a la enseñanza de los niños.
Tenía también gran influencia entre los soldados, a quienes se ganaba con su caballerosidad y simpatía. Es ciertamente extraño que, en medio de esta agitada vida, San José hubiera repentinamente sentido el ardiente deseo del martirio y decidiese partir inmediatamente a Roma para ponerse a la disposición de la Congregación de la Propagación de la Fe. En vano trató la gente de Barcelona de impedir que los abandonara; inútilmente le insistieron dos prudentes sacerdotes a que usara más tiempo para reflexionar; su decisión estaba tomada y su propósito era inalterable.
Partió para Italia, pero en Marsella cayó enfermo y la Santísima Virgen, en una visión, le dijo que su intención se había aceptado, pero que la voluntad de Dios era que debía regresar a Barcelona y pasar el resto de su vida al cuidado de los enfermos. Su regreso fue aclamado con grandes demostraciones de júbilo. La fama de su maravilloso poder de curación, se extendió por doquier y los enfermos llegaban de distantes lugares para ser curados de sus males.
Sus milagros se sucedieron uno tras otro y, en cierta ocasión, el confesor del santo le prohibió realizar tales curaciones en la Iglesia, a causa de los disturbios que se ocasionaban. De hecho, el santo siempre buscó apartar de sí la atención y atribuía las curaciones al tribunal de la penitencia, pero poderes como el suyo no podían mantenerse ocultos. Como muchos otros obradores de milagros, también poseyó el don de profecía y entre otras de sus predicciones, vaticinó la hora de su propia muerte. Después de recibir los últimos sacramentos y de pedir que se recitara en voz alta el "Stabat Mater", murió el 23 de marzo de 1702, a la edad de 53 años.
Butler, Vidas de los Santos