Ramillete espiritual:
El 23 de enero
En medio de ese coro de ilustres Pontífices que honraron el episcopado español en el siglo VII y VIII, aparece en primer lugar Ildefonso, el Doctor de la Virginidad de Maria, como Atanasio lo fué de la Divinidad del Verbo, Basilio de la Divinidad del Espíritu Santo, y Agustín de la Gracia.
El arzobispo de Toledo expuso su enseñanza con profunda doctrina y gran elocuencia, probando al mismo tiempo, contra los Judíos, que María concibió sin perder su virginidad; contra los adeptos de Joviniano, que permaneció Virgen en el parto, y contra los secuaces de Helvidios que fué Virgen después del parto. Antes que él habían tratado otros Doctores estas cuestiones separadamente; Ildefonso reunió en un haz luminoso todas esas luces, y mereció que una Virgen Mártir saliese de su sepultura para felicitarle por haber defendido el honor de la Reina de los cielos. Finalmente, la misma María, le vistió con sus manos virginales una maravillosa casulla que anunciaba el resplandor del vestido luminoso con que brilla Ildefonso eternamente, al pie del trono de la Madre de Dios.
Por muchos años desearon tener hijos los ilustres padres de san Ildefonso, y prometía su madre a María Santísima que, si le daba un varón, con todas sus fuerzas procuraría que fuese su capellán. Cumplió el Señor tan santos deseos, naciendo el santo niño. Criáronle sus padres con todo cuidado, y señaladamente su madre por tenerlo ofrecido a Nuestra Señora.
Llegado a la edad competente, le enviaron a san Isidoro, arzobispo de Sevilla, para que en su colegio aprendiese, con otros mancebos de su edad, las letras humanas y divinas, principalmente el amor y temor de Dios. Pasados doce años, volvió de Sevilla, docto y bien ejercitado en la filosofía y las Letras Sagradas, y abandonando todas las cosas del mundo, retiróse en el monasterio de benedictinos. Mas su padre fué con gente armada para sacarlo del claustro; y no pudiendo lograrlo, por haberse ocultado el santo joven entre unas paredes ruinosas, desistió de su mal propósito.
Vieron los monjes en Ildefonso un acabado modelo de perfección y sabiduría, y de común acuerdo le eligieron por su abad: mas habiendo fallecido su tío el arzobispo de Toledo, san Eugenio, a propuesta del rey y por aclamación del pueblo fué escogido por sucesor nuestro santo, y por más que lloraba y gemía, no pudo resistir a la voluntad de Dios, y hubo de sentarse en la cátedra arzobispal de Toledo. Aquí, como en más ancho campo, resplandecieron y dieron mayor brillo sus dotes naturales y sus virtudes.
Amábanle todos, como a padre; llamábanle Crisóstomo y boca de oro por su elocuencia, y doctor de la Iglesia por sus admirables escritos. Convenció en pública disputa a los herejes venidos de la Galia gótica, que ponían mácula en la virginal integridad de Nuestra Señora; y en recompensa de este celo y devoción, mereció que la virgen santa Leocadia en el día de su fiesta a vista de todo el pueblo se levantase de su sepulcro y le dijese: «Ildefonso, por ti vive la gloria de mi Reina». Cortó después el santo con la daga del rey Recesvinto, que estaba presente, una parte del velo que cubría el rostro de la santa virgen. Entrando otro día en su catedral, aparecióle la Reina de los cielos con grande majestad, y le regaló una preciosa casulla, como a su amado capellán.
Finalmente, a los sesenta años de edad, murió el santo arzobispo con gran sentimiento de toda su grey, y fué sepultado el sagrado cuerpo en el templo de santa Leocadia: después en la invasión de los moros fué llevado por los cristianos a Zamora, donde es tenido en gran veneración.
Reflexión: Aunque san Ildefonso fué admirable en todas sus obras, en lo que más se esmeró, fué en la devoción de Nuestra Señora, que se le había pegado ya en las entrañas de su madre; y así en las muchas y provechosas obras que escribió resplandece su santidad y una ternura y afecto entrañable cuando trata de la sacratísima Virgen María, y entonces parece que extiende las velas de su devoción y se deja llevar con el viento fresco del espíritu del cielo que le guiaba. Imitémosle todos en esta tierna y filial devoción a la Madre de Dios, porque es prenda de eterna vida. Ninguno de los devotos de la Santísima Virgen ha tenido la desgracia de morir en pecado mortal y condenarse. Todos los que han sido fieles devotos de la Virgen están en el cielo.
Oración
Gloria a ti, oh santo Pontífice, que te elevas con tanto honor en esta tierra de España tan fecunda en valientes caballeros de María: Véte a ocupar un puesto junto a la cuna, donde esa Madre incomparable vela amorosamente al lado de su Hijo, el cual, siendo al mismo tiempo su Dios y su Hijo, consagró su virginidad en vez de lastimarla. Encomiéndanos a su ternura; recuérdala que es también Madre nuestra. Ruégala que atienda los himnos que entonamos en su honor, y que haga aceptar al Emmanuel el homenaje de nuestros corazones. Con el fin de ser bien acogidos por ella, nos atrevemos, oh Doctor, de la Virginidad de María, a tomar tus palabras y decirlas contigo:
“A ti acudo ahora, Virgen única, Madre de Dios; a tus pies me prosterno, cooperadora única de la Encarnación de mi Dios; ante ti me humillo, Madre única de mi Señor. Suplicóte, sierva sin par de tu Hijo, que obtengas el perdón de mis pecados y ordenes que sea purificado de la maldad de mis obras. Haz que ame la gloria de tu virginidad; revélame la dulzura de tu Hijo; dame la gracia de hablar con toda sinceridad de la fe de tu Hijo, y de saber defenderla. Concédeme la gracia de unirme a Dios y a ti, de serviros a ambos: a El como a mi Creador; a ti, como a la Madre de mi Creador; a El como al Señor de los ejércitos; a ti como a la sierva del Señor de todo lo creado; a El como a Dios, a ti, como a la Madre de Dios; a El como a mi Redentor, a ti, como al instrumento de mi redención.
Si El fué precio de mi rescate, su carne fué formada de tu carne; de tu sustancia tomó el cuerpo mortal con el cual borró mis pecados; de ti se dignó tomar mi naturaleza, a la que elevó por encima de los Angeles hasta la gloria del trono de su Padre.
Debo ser por tanto tu esclavo, pues tu Hijo es mi Señor. Tú eres mi Señora porque eres la sierva de mi Señor. Soy el esclavo de la esclava de mi Señor, porque tú, que eres mi Señora, eres Madre de mi Señor. Te suplico, oh Virgen santa, hagas que posea a Jesús, por la virtud de Aquel mismo Espíritu, por medio del cual concebiste tú a Jesús; que conozca a Jesús, por el mismo Espíritu que a ti te hizo conocer y concebir a Jesús; que hable yo de Jesús, por el mismo Espíritu por el cual tú te declaraste sierva del Señor; que ame a Jesús, por el mismo Espíritu por medio del cual tú le adoras como a tu Señor y le amas como a Hijo tuyo; que obedezca finalmente a Jesús con la misma sinceridad con que El, siendo Dios, te obedeció a ti y a José.”
P. Francisco de Paula Morell, s.j., Flos Sanctorum de la familia cristiana, Buenos Aires, Libreria editorial Santa Catalina, 1949. -- Dom Prosper Gueranger (1841-1875), Abad de Solesmes, El Año Litúrgico