Ramillete espiritual:
El 1 de febrero
Si de la vida de este gran mártir de Jesucristo sabemos poco hasta que llega su peregrinaje desde Antioquía hasta Roma, sí que en cambio conocemos siete hermosísimas cartas que suplen sobradamente la carencia de datos de su juventud y mocedad hasta que llega a ser el Obispo de Antioquía.
El emperador Trajano que ha vencido a varios pueblos enemigos del imperio Romano, se siente orgulloso y decide luchar contra otros enemigos de más allá y en una de sus correrías llega hasta Antioquía para preparar su campaña contra Armenia y los Partos.
Ignacio añadió a su nombre el sobrenombre de Theophoros o partador de Dios y así las Actas y otros documentos suelen siempre darle estos dos nombres: Ignacio Theophoro.
Sin ser llamado, al enterarse de que el emperador está en Antioquía se presenta ante él para defender a sus cristianos y entre ambos se desliza este diálogo. Le pregunta Trajano:
«¿Quién eres tú, demonio mísero, que tanto empeño pones en transgredir mis órdenes y persuades a otros a transgredirlas, para que míseramente perezcan?
- Nadie, respondió con valentía Ignacio, puede llamar demonio mísero al portador de Dios, siendo así que los demonios huyen de los siervos de Dios. Mas, si por ser yo aborrecible a los demonios, me llamas malo contra ellos, estoy conforme contigo, pues teniendo a Cristo, rey celeste, conmigo, deshago todas las asechanzas de los demonios. ¿Quién es el Theophoros o portador de Dios? replicó con energía y curiosidad el emperador.
- El que tiene a Cristo en su pecho, contestó con más energía aún Ignacio...»
Algunos han visto en Ignacio al niño que Jesús tomó en Sus brazos y dijo de él: «Cualquiera que se humillare como este niño será mayor en el reino de los cielos». Pero no hay razón apodíctica para probarlo. Lo cierto es que, gracias a su martirio, conocemos su gran personalidad. Como alguien ha escrito: «La densa oscuridad que rodea la vida y acción de Ignacio, es iluminada hacia el fin de su vida, con viva aunque fugaz ráfaga de luz. Si su martirio no le hubiera sacado de la obscuridad, nada nos hubiera quedado de él»... Pero sus siete cartas que escribe a lo largo de su itinerario hacia el Coliseo de Roma, donde morirá por Cristo, son un monumento que descubre al hombre recio y enamorado como pocos por Jesucristo.
Dicen las Actas de su Martirio que aquella bendita Antioquía que había sido regentada por Pedro y Pablo y santificada con la predicación de Bernabé, ahora era regida sabia y santamente por su obispo Ignacio. Por ser cristiano y defensor de los cristianos fue condenado a ser devorado por las fieras en la misma capital del imperio para que sirviera de escarmiento para todos los demás Cristianos. Dicen las Actas: «Ciñóse las cadenas y habiendo rogado por la Iglesia y encomendándola al Señor, como carnero, jefe de hermoso rebaño, fue arrebatado por la furia bárbara de los soldados, para ser llevado a Roma, a ser pasto de las fieras sanguinarias».
Durante el trayecto va corriendo la voz de ciudad en ciudad por donde pasan. Multitudes de cristianos salen a su encuentro para verle y para recibir su bendición. Escribe siete cartas sublimes. Muere por Cristo en el Coliseo de Roma: «Quiero ser trigo en los dientes de las fieras para convertirme en pan de Jesucristo. No me lo impidáis si es que me amáis», grita.
En una de sus hermosas cartas escribe: «Mi amor está crucificado y ya no queda en mí el fuego de los deseos terrenos. Lo que deseo es el pan de Dios, que es la carne de Jesucristo, y la bebida de Su sangre, que es la caridad incorruptible. No quiero ya vivir más la vida terrena». Era el año 107.