Ramillete espiritual:
El 24 de julio
San Francisco Solano nació el 1549 en Montilla, Córdoba. Hay ciudades con suerte, como Montilla, que además de ser patria de nuestro Santo, lo es del Gran Capitán, tiene un vino famoso y los restos de San Juan de Ávila.
San Francisco forma, con Santo Toribio de Mogrovejo, San Luis Beltrán y San Pedro Claver, un grupo de Santos que evangelizaron América incansablemente. Pero es San Francisco el que con más razón merece el título de apóstol del Nuevo Mundo, por la extensión de su labor misional, y por las huellas que dejó. Recorrió casi todo Perú y misionó en cinco naciones.
Estudió en Montilla con los jesuitas. Viste el hábito franciscano y pasa a completar estudios a Sevilla, donde es ordenado sacerdote. Era muy aficionado a la música. Vivía con gran austeridad y mucha oración. Pasa por conventos de Córdoba y Granada y contrae la peste atendiendo a apestados.
En 1589, en una pequeña flota que conducía el virrey del Perú, hurtado de Mendoza, se embarca con un grupo de compañeros que pasaban a América para conquistar almas para Cristo. Su vida fue una epopeya incesante.
Arriban a Cartagena de Indias y de allí a Panamá. Luego en una frágil nave se dirigen hacia El Callao, Perú. La nave zozobró junto a la isla de Gorgona, frente a Colombia. En grupos son llevados a tierra. Solano se queda el último para auxiliar a todos. Llegan por fin a las costas de Perú, y desde allí por tierra a Lima. Se dedicó a obras de apostolado y caridad en hospitales y cárceles. Era obispo de Lima Santo Toribio de Mogrovejo.
Desde allí parten por ásperos y escabrosos caminos hacia Tucumán, a través de los Andes, el Cuzco y la actual Bolivia, has llegar al norte argentino. Pasan por Salta y, por fin, Tucumán. Jornadas heroicas y agotadoras. Sólo llevaba algunos libros y un violín. Pero si los conquistadores habían pasado por allí en busca del Dorado y del oro de Potosí, no serían menos animosos los discípulos de Cristo para conquistar las almas.
Once años vivió en Tucumán. Realizó una actividad misionera extraordinaria. Tenía que vencer la resistencia de los indígenas, los accidentes del terreno, las dificultades de las lenguas. Y eso que a veces se repitió el milagro de Pentecostés?, pues le entendieron todos hablando una sola lengua. Los indios lo querían como a su rey: Tupá, le llamaban postrándose ante él.
Recorrió las regiones de Rioja, Córdoba, Paraguay, Uruguay, Santiago del Estero y, según algunos, hasta el Gran Chaco. Consiguió muchas conversiones, y dejó testimonios claros de su santidad. Se le atribuían milagros, como el brotar de fuentes en Talavera y Nueva Rioja. Hasta los pájaros le seguían como amigos. Fue llamado el taumaturgo del Nuevo Mundo.
Obediente a la voz de Dios, recorre de nuevo el largo e incómodo camino que le separa de Lima. Por humildad no acepta el cargo de guardián. Lo envían a Trujillo y allí se ve obligado a aceptar el cargo.
Otra vez en Lima, sale por calles y plazas, con un crucifijo en la mano, exhortando a la conversión. La vida de aquel fraile que llevaba en su rostro las huellas de la penitencia, el ardo de su mirada y el fuego de sus palabras, conmovieron hondamente a sus oyentes. Por la noche hubo que dejar abiertas las iglesias, por los muchos que acudían a confesarse. Rosa de Lima le ayuda con sus penitencias. El virrey le pide moderación.
Poco a poco sus fuerzas se fueron desgastando y, tras breve enfermedad, falleció el 14 de julio del año 1610, mientras la elevación de la Misa. Clemente X lo beatificó el 1675 y Benedicto XIII lo canonizó el 1726.