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El 18 de marzo

San Cirilo de Jerusalén
San Cirilo de Jerusalén

San Cirilo de Jerusalén
Obispo y Doctor de la Iglesia
(315-386)

San Cirilo de Jerusalén era un hombre lleno de paz y mansedumbre en medio de las agitaciones de su tiempo. Nació en Jerusalén o cercanías hacia el año 315. Nada sabemos de su juventud. Hay indicios de que la pasó en la vida monástica, en estudio y oración. Tendría unos treinta años cuando San Máximo de Jerusalén le ordenó sacerdote. Elegido obispo, de Jerusalén, ocupa el tiempo en instruir al pueblo, atraer a los descarriados y socorrer a los pobres. Con motivo de una gran hambre, cuando muchos discurrían cómo atender a los pobres, se deshizo de los tesoros de la Iglesia.

El siglo IV es el siglo de las grandes luchas teológicas. Los doctores escriben, argumentan, se atacan. Hay una gran efervescencia, a la que intentarán poner cauce y límite los concilios. Y en medio de las discusiones y los libros polémicos, surge un hombre conciliador, Cirilo, y un libro sereno y reposado, sus Catequesis, Hilario y Atanasio le apoyaban.

Cirilo sufría al ver las luchas fratricidas de los obispos. El pueblo fiel se desconcertaba. Cirilo buscaba la moderación y el compromiso, pero reprobaba los errores claros, como el arrianismo, que negaba la divinidad de Jesucristo, y el sabelianismo, que negaba la distinción de personas en la Trinidad.

Los arrianos se volvieron violentamente contra él. Es acusado, depuesto, expulsado de la ciudad santa. Tres veces es desterrado, y la última ha de pasar once años entre las lauras de los anacoretas. Asiste al concilio I de Constantinopla, ecuménico II, tiene el consuelo de ver el triunfo de sus ideas y contempla con gozo que va renaciendo la concordia.

La tarea principal de San Cirilo era la tranquila instrucción de su pueblo sobre todos los misterios de nuestra fe, empezando por la preparación de los catecúmenos para la recepción del bautismo. Sus Catequesis son un modelo de sencillez y profundidad. Son catequesis llamadas mistagógicas, porque introducían a sus oyentes en el misterio. Las predicaba sin descanso y muchas veces lo hacía en la misma capilla del Santo Sepulcro.

En un tiempo de tantos errores trinitarios, exponía la verdadera doctrina claramente. «Nuestra esperanza está en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo. No predicamos tres dioses. ¡Callen los marcionistas! No admitimos en la Trinidad ni confusión, como Sabelio, ni separación, como hacen otros». Era una alusión muy clara a todos los partidarios de Arrio.

Uno de los misterios que trata con más precisión es el de la presencia real. Dice a los neófitos: «Bajo la figura del pan recibís el Cuerpo de Cristo, y bajo las apariencias de vino recibís su Sangre, y esa recepción hace de vosotros un solo cuerpo y una sola sangre con Él».

Luego explica cómo acercarse los fieles a la sagrada mesa: «Haced de vuestra mano izquierda como un trono en que se apoye la mano derecha, que ha de recibir al Rey. Santificad luego vuestros ojos con el contacto del Cuerpo divino y comulgad. No perdáis la menor partícula. Decidme: Si os entregasen pajuelas de oro ¿no las guardaríais con el mayor cuidado? Pues más preciosas que el oro y la pedrería son las especies sacramentales».

Hombre prudente y moderado, no quería entrar en controversias, ni usar términos discutibles. Prefería servirse de fórmulas ya consagradas, que no molestaran a nadie. Más que teólogo, es catequista que instruye piadosamente a sus fieles. La Iglesia lo ha honrado siempre como al príncipe de los catequistas. Su sueño de ver apaciguados los espíritus se estaba cumpliendo. Así entregó su alma a Cristo, por quien tanto había sufrido.

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