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El 4 de marzo

San Casimiro
San Casimiro

San Casimiro
Rey
(1458-1483)

San Casimiro, hijo de Casimiro IV, rey de Polonia y duque de Rutenia y de Lituania, nació en el castillo de Wawel, en Cracovia. Era de la dinastía de los Jaguellones, ambiciosos y violentos. Casimiro en cambio era un eslavo dulce y sensitivo. Vivía en un ambiente de lujo, propio de la corte, pero él no se dejaba encadenar. Sabía montar a caballo y manejar la espada, pero encontraba más gusto en escuchar a su madre, la reina Isabel, las piadosas historias de San Ladislao y Santa Eduwigis.

Pasó su infancia en los castillos de Cracovia y Vilna. Allí se aplicó sobre todo a las lenguas clásicas, a la historia y a la filosofía. Su gran maestro fue el canónigo Juan Dlugloss y otros humanistas italianos.

A los 15 años le ofrecen el reino de Hungría. No le atraían las glorias humanas. Pero se resigna y se dirige hacia Hungría con un poderoso ejército. Había otro competidor, Matías Corvino, con más ambiciones que él. Casimiro, enemigo de intrigas y luchas, abandona la contienda.

Dejó para siempre las empresas guerreras. Eran otras las armas que deseaba manejar. Todo su anhelo era conquistar un reino mejor. Para eso sí que tenía coraje. Seguirá en palacio, pero como si viviese en un monasterio. Vestirá sedas y brocados, pero por debajo se ceñirá el cilicio.

En medio de la frivolidad de la corte, supo guardar limpio su corazón. Es austero, pero no misántropo, poco hablador, pero amable con todos, reservado, pero gracioso en su trato, sencillo, pero atractivo. Era devotísimo de la Pasión de Cristo, del Santísimo Sacramento y de la Virgen María. Era también muy desprendido y socorría a manos llenas a todos los necesitados.

Las damas de la corte le enviaban con sus miradas encendidas los dardos de Cupido, buscaban sus favores. Pero Casimiro, que había hecho voto de castidad, no tenía más que una dama: la Virgen María. Para ella guardaba sus ternuras y sus poesías. A ella le dirigía sus ritmos latinos, vibrantes de lirismo y amor, como el que dice: Omni die dic Mariae...

Cantaba el piadoso príncipe: «Alaba, oh alma mía, sin cesar a María. Canta sus fiestas, celebra sus gestas gloriosas, admira su grandeza. Ámala y hónrala para que te libre del peso de tus crímenes. Invócala para que no naufragues en la tormenta de los vicios. Ella es la vara de Jesé, la esperanza y el consuelo de los oprimidos, la gloria del mundo, la luz de la vida, el sagrario del Señor, plenitud de gracia y templo de la divinidad».

Las gentes querían con pasión a su príncipe. Sabía comprender sus necesidades y secar sus lágrimas. Cuando Casimiro recorría las iglesias, todos le bendecían y los pobres le rodeaban, pidiendo limosna y justicia contra los atropellos de los nobles. No caían sus palabras en vano. Casimiro las escuchaba con interés y pronto veían los resultados.

Pero un día ya no volvieron a verle por la calle. ¿Se habría olvidado de ellos? El príncipe estaba enfermo de tuberculosis. Los pobres rezaban y lloraban. Los galenos no encontraban remedio. Creían que sólo casándose podría curarse. Su padre quiso casarlo con la hija del emperador Federico III. La hizo venir y se la presentó en palacio a su hijo.

Casimiro, fiel a su voto de castidad, reaccionó dulcemente y sonriendo: «Gracias, padre, pero mi única vida es Cristo». Y en la alegre primavera de sus 24 años, dejó este mundo para ir a habitar eternamente las floridas praderas del Paraíso. Su cuerpo fue enterrado en la catedral de Vilna, en la capilla de Nuestra Señora, por expreso deseo de su devoto.