Ramillete espiritual:
El 16 de abril
Amettes era, en el siglo XVIII, un pueblecito de la diócesis de Boulogne sur Mer. Ahí nació, en 1748, Benito José Labre, el mayor de los quince hijos de un librero acomodado de la localidad. Cuando tenía doce años, sus padres le enviaron a proseguir sus estudios, bajo la dirección de un tío suyo, que era párrocode Erin. La Sagrada Escritura y las vidas de los santos fascinaban de tal modo a Benito, que su tío tenía que recordarle con frecuencia la importancia del latín y de las otras materias de cultura general en la formación de un candidato a las órdenes sagradas. Benito se sentía, ya desde entonces, llamado a una vida de total retiro del mundo. Su tío murió en una epidemia de cólera; el joven se dedicó a asistir a los otros enfermos y después volvió a su casa. Su único deseo era ingresar en la orden más austera que pudiese encontrar.
A los dieciocho años, tras de haber conseguido con gran dificultad el permiso de sus padres emprendió en pleno invierno el viaje a la Trapa, que distaba unos cien kilómetros de su pueblo. Cuál no sería su decepción cuando los monjes le dijeron que era todavía demasiado joven para ingresar. Tampoco tuvieron éxito sus intentos de entrar en los conventos de los cartujos y de los cistercienses. "Hágase la voluntad de Dios" —exclamó el joven cuando los cistercienses de Septfons lo despidieron por última vez, en 1770.
Benito decidió entonces ir a pie hasta Roma pidiendo limosna. A su paso por Ars, conoció al Sr. Vianney, padre del futuro Cura. Después de haber cruzado los Alpes, escribió a sus padres desde el Piamonte una carta conmovedora, que fue la última que recibieron de él. En ella les pedía perdón por lo que les había hecho sufrir, involuntariamente, y les anunciaba su deseo de entrar en algún monasterio italiano. Sin embargo, parece que no solicitó su admisión en ninguno, pues por entonces empezó a comprender que su verdadera vocación no consistía en encerrarse en un monasterio, sino en practicar los consejos evangélicos en el mundo.
Decidido a imitar exactamente el ejemplo del Señor y de tantos santos, visitó como peregrino los principales santuarios de Europa occidental. Haciendo caso omiso de las inclemencias del clima, viajaba siempre a pie, sin dinero y sin provisiones. Con frecuencia dormía al aire libre, en el duro suelo; rara vez aceptaba un lecho; lo más que admitía era un saco para recostarse en él. Como su Maestro, no quería tener dónde reclinar la cabeza. En el camino no saludaba a nadie. A no ser que se sintiese especialmente movido a ello, no despegaba los labios sino para dar las gracias por las limosnas que recibía para darlas a otros. Lo mismo cuando recorría los caminos, sumido en la contemplación, que cuando pasaba el día entero orando en alguna iglesia, vivía tan absorto en Dios, que en sus últimos años un pintor tuvo tiempo de retratarle arrodillado frente a un crucifijo, sin que él se diese cuenta.
Dicho retrato ha conservado la figura del santo a las siguientes generaciones. Benito vestía una andrajosa túnica y un par de zapatos viejos; en un saco, que se echaba a la espalda, guardaba dos o tres libros y el resto de sus minúsculas posesiones. ¿No había dicho acaso el Señor: "No os preocupéis por las cosas materiales, ni por el vestido"? Benito llevaba el olvido de las cosas materiales hasta tal extremo, que no sólo constituía una tremenda mortificación de la carne, sino que le valía el desprecio de las gentes, que él deseaba tanto. Por lo demás, nadie hubiese podido despreciarle tanto, como él se despreciaba a sí mismo. Un hombre que le regaló una suma irrisoria, confesó más tarde que lo había molido a palos, al ver que Benito la daba a otro mendigo, pues imaginó que lo hacía por desprecio.
Durante unos tres años, Benito recorrió el occidente de Europa de santuario en santuario. En 1774, se estableció en Roma, de donde sólo salía una vez al año para ir a Loreto. Como asistía siempre a las cuarenta horas, los romanos acabaron por llamarle "el Santo de las Cuarenta Horas."
A principios de la Cuaresma de 1783, Benito contrajo un violento resfriado. Pero no por ello interrumpió sus prácticas de piedad. El Miércoles Santo asistió a la misa en su iglesia favorita, Santa María del Monte y ahí se desmayó. Benito estaba agonizando: recibió los últimos sacramentos y murió a las ocho de la noche, a los treinta y cinco años de edad. Apenas acababa de exhalar el último suspiro, cuando los niños empezaron a gritar: "¡Ha muerto el santo!" La noticia se divulgó al punto por toda la ciudad. En muy poco tiempo, el nombre de Benito José Labre se hizo famoso en toda la cristiandad; a ello contribuyó sin duda el relato llamado "El mendigo de Roma", escrito por el sacerdote que había sido el confesor de Benito en los últimos años de su vida. Su canonización tuvo lugar exactamente un siglo más tarde, en 1883.
Vidas de los Santos de Butler, Edición completa en cuatro volúmenes, traducida y adaptada al español por Wifredo Guinea, S.J., México, 1965