Ramillete espiritual:
El 21 de abril
El ilustre historiador cardenal Baronio llamó a nuestro Santo «la lumbrera del siglo XI y la Estrella de Inglaterra».
Nació en la ciudad de Aosta, en el Piamonte italiano el 1033. Su padre se llamó Gondulfo y era ambicioso, apasionado y muy amigo del boato... Tenía puestas sus esperanzas humanas en su hijo. Su madre de origen quizá menos noble pero enriquecida con muchas dotes sobrenaturales y, sobre todo, muy buena educadora y una excelente cristiana. Ella fue quien mayormente influyó en la formación del pequeño como después lo recordará él mismo con gran alegría. Como también serán los monjes benedictinos los que tendrán gran parte en la formación de su espíritu, llegará a decir más tarde: «Todo lo que soy se lo debo a mi madre y a los monjes benedictinos». A veces su madre mostrándole las enormes alturas de los Alpes que parecían cortar los cielos en dos partes le decía: «Mira, hijo mío: Ahí comienza el reino de Dios. A este reino estamos nosotros llamados y a él llegaremos si somos buenos».
Su madre murió cuando más necesidad tenía de su ayuda. Su padre suplió en parte esta educación pero llevándolo con demasiada dureza. Es cierto que esto le ayudó a evitar el entregarse a la vida licenciosa que llevaban otros jóvenes de su edad, pero tampoco se sentía feliz porque se veía coartado de vivir la vida cristiana como él creía que debía hacerlo: como correspondía a los hijos de Dios. Tomó un criado y algunas provisiones y marchó vagabundo probando una y otra vida hasta que llegó al Monasterio de Bec, en Normandía, donde ya era famoso un compatriota suyo, Lanfranco de Pavía. Pidió ser admitido religioso y vistió el hábito a los veintisiete años. Pocos años después era nombrado Prior y después Abad de aquel célebre Monasterio. El ejemplo que en todo daba Anselmo era maravilloso. Se entregó a servir a todos con gran caridad. Se sentía feliz entregado a la oración y al estudio en el que estaba muy bien preparado porque había frecuentado las más importantes escuelas de su país.
Los años que pasó como Abad en Bec fueron verdaderamente fecundos. Se entregó de lleno a su misión de Padre bondadoso y de alentador de cuantas obras se realizaban en el Monasterio, pero aún le quedaba tiempo para escribir, y dar clases hasta el punto de que cuantos le trataban, y después por el fruto de sus obras podemos afirmar que era un profundo filósofo, teólogo y conocedor de las ciencias de su tiempo, llegando a ser uno de los Padres más importantes de la Edad Media. Amaba tiernamente a la Virgen María y sobre Ella, escribió preciosos tratados. Se le llamó «el segundo San Agustín», tan profundo era en sus escritos y en sus clases. Escribió el Proslogion, con el célebre argumento ontológico para demostrar la existencia de Dios.
Echó los cimientos de la Teología escolástica con sus ya famosas palabras «No busco entender para creer, pero creo para entender. Pues quien no cree no experimenta, y quien no experimenta, no cree».
Luchó también para desenmascarar a los enemigos de la Iglesia y de la fe cristianas. Refutó al racionalista Roscelino y al famoso Guillermo el Rojo le dijo en tono profético: «No te empeñes en uncir un toro con un cordero, porque no podrán trillar»... Esta profecía se cumplió cuando el 1093 era elegido para gobernar la diócesis de Cantorbery. El se opone, él es el manso cordero que todo lo quiere a las buenas y en paz. El toro es el mismo Guillermo II, altanero, déspota y simoníaco... contra el que deberá luchar para defender los derechos de la Iglesia. La lucha será dura y larga. Pero no importa. La unión con la Iglesia de Roma amenaza. Él será el adalid de la fidelidad y unión con el Papado. Con suavidad y a la vez con gran valor y energía, defiende la unión con el Papa sin importarle que lo destierren por dos veces. Lleno de méritos muere el 21 de Abril de 1109. Es el «héroe de la doctrina y virtud e intrépido en las lides de la fe».