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El 14 de enero

San Hilario de Poitiers
San Hilario de Poitiers

San Hilario de Poitiers
Obispo y Doctor de la Iglesia
(301-368)

San Hilario nació en Poitiers, de padres paganos, a principios del siglo IV. Después de una educación muy profana, sacudió por las mismas fuerzas de su genio ayudado por la gracia, el yugo absurdo e impuro del paganismo. Durante mucho tiempo había buscado la verdad, pidiendo luces a los varios filósofos paganos. La búsqueda de una respuesta sobre el fin del hombre lo llevó a la lectura de la Biblia, en donde finalmente encontró lo que buscaba. Convertido al cristianismo, recibió públicamente el bautismo. Será una de las luces más brillantes de la Iglesia, el martillo de la herejía y el apóstol incansable del dogma de la Santísima Trinidad.

Al momento de su conversión, Hilario era un noble terrateniente; casado, tenía una hija, Abre, a quien amaba tiernamente. Poco después de su bautismo, falleció el obispo de Poitiers. Todos los fieles, testigos de la virtud de Hilario, de la pureza de su moral, de su modestia, de su caridad y de su celo pidieron que lo sucediera en el cargo de Pastor. A partir de entonces, Hilario entró en la lucha contra la herejía de Arius y no abandonó el campo de batalla hasta su último aliento. Ni las amenazas de los príncipes, ni la calumnia, ni el exilio, pudieron sacudir su coraje.

Hilario fue llamado «el Atanasio de Occidente» y, efectivamente, se asemeja en muchas cosas al batallador obispo de Alejandría. Fueron contemporáneos y tuvieron que combatir contra el mismo adversario, el arrianismo. Participaron en las polémicas teológicas con discursos y sobre todo con los escritos. Hilario fue desterrado por el emperador Constancio, que se había alineado con las decisiones del sínodo de Béziers del año 356. Este sínodo, naturalmente, era arriano. Expatriado a Frigia en el Oriente, Hilario se convirtió en el abanderado de la verdad cristiana.

Aun en el destierro no permaneció inactivo. Aprovechó para perfeccionar su formación cultural y teológica. Durante los cinco años en Frigia, aprendió el griego, descubrió también las grandes obras teológicas de los Padres orientales. Tal documentación le sirvió de preciosa fuente para el libro que le mereció el título de Doctor de la Iglesia (dado por Pío IX): el De Trinitate, intitulado primero De Fide adversus Arianos. En efecto, era el tratado más importante y profundo que había aparecido hasta entonces sobre el dogma principal de la Fe cristiana. Con el opúsculo Contra Maxentium atacó violentamente al mismo Constancio, refutándole sus errores y la pretensión de meterse en las disputas teológicas y en los asuntos internos de la disciplina eclesiástica.

Junto a la voz retumbante del polemista y del defensor de la ortodoxia teológica, hay también en Hilario otra voz, la del padre y del pastor. Humano en la lucha, y humanísimo en la victoria, defendió a los obispos que reconocían su propio error, y hasta apoyó el derecho que conserven su cargo episcopal.

Después de varios años de exilio pudo volver a Poitiers. Su llegada tomó el carácter de un verdadero triunfo. «Toda la Galia -dice San Jerónimo- abrazó a un héroe que volvía victorioso de la batalla con la palma en la mano». La ciudad de Poitiers, sobre todo, estalló en transportes indecibles; todo el mundo creía haber encontrado de nuevo a su padre e incluso a su patria, porque, durante la ausencia del Pontífice, a todo el mundo le pareció que la patria era un exilio doloroso. Reunido a su rebaño, el valiente obispo continuó su obra pastoral, ayudado eficazmente por el joven Martín, el futuro santo obispo de Tours.

Un día, un niño pequeño murió sin bautismo; su madre, con el cadáver en brazos, se arrojó a los pies de Hilario y le dijo con una voz sofocada por las lágrimas: «Devuélveme a mi hijo o devuélvemelo al bautismo». El hombre de Dios, movido por el dolor de esta pobre madre, se prostró en oración, y pronto el niño abrió los ojos, volviendo a la vida.

Agotado por el trabajo y el cansancio, el gran atleta de la Fe se enfermó; había llegado el momento de la recompensa. Una luz deslumbrante iluminó su habitación, luego se oscureció imperceptiblemente, y desapareció en el mismo momento de su muerte.

Francia le ha dedicado un culto especial, y una multitud de iglesias están orgullosas de tenerlo como su patrón. Un historiador ha pintado el siguiente retrato de San Hilario: «Reunió en su persona todas las excelentes cualidades que hacen a los grandes obispos. Si hizo admirar su prudencia en el gobierno de la Iglesia, también hizo estallar un celo apostólico y una firmeza que nada podía vencer».

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